2006, ekainak 8

Trazos muy gruesos y minutos de más

Medioa: DIARIO DE NAVARRA

La EOS cerró el ciclo con una obra nueva en sus atriles, monumental y a la vez, la única en el catálogo religioso de Mozart que no responde ni a encargo ni a contrato de servicio. Ésta es una partitura votiva. Parece que el músico prometió una misa, si su novia Konstanze superaba una enfermedad. Ella curó, se casaron y cinco años después Wolgang reconocía a su padre la obligación moral que pasaba sobre su conciencia, aunque “como prueba de ka verdad de mi voto, tengo la partitura de la mitad de una misa, con las mejores esperanzas”. Ahí se quedó. La sinceridad de la promesa suena incuestionable, pero el desconocido porqué de esa interrupción se abre a conjeturas de todo tipo, entre las que no falta la adhesión a la masonería. Lo único seguro es que Mozart no escribió la misa entera. La edición de Bärenreiter, el Urtext crítico basado en el autógrafo, perdido casi dos siglos, tiene muchos minutos menos de los ochenta que duró anteayer. Pongamos trenta y cinco. Wolfgang Amadeus compuso enteros Kyrie, Gloria, Sanctus y Benedictus, y en el Credo se paró en el Incarnatus est, si bien se conservaran seis compases de un Crucifixus. Acaso el sentido del equilibrio formal que Mozart demuestra siempre le impidió seguir con una obra que, al margen y más alla de la promesa y de su planteamiento salzburgués-prescinde del clarinete, en 1783 inexistente en su ciudad natal-, es una pieza maestra e impresionante fruto de fe pura, tan celestial como humanamente intensa.
Esa duración de ochenta minutos, además de dar como auténticos seis números que Mozart no escribió, lastra la obra. El orgánico de anteayer, la plantilla, también, y no menos. Una orquesta muy gruesa, con seis contrabajos, y un coro con sesenta y seis voces no facilitan precisamente la claridad de líneas-de importancia esencial en estas páginas, muchas de ellas tan influidas por Bach- y de urdimbre sonora, ni la expresión contenida y coherente. Fue una versión de trazos gruesos, rácana e irregular en los piani, con demasiados pasajes de mancha sonora donde debería primar la exposición lineal del contrapunto. El coro intervino con fuerza rotunda, seguridad-salvo algunas entradas comprometidas-, no pocos excesos de volumen y cierta acritud en el registro agudo, tanto ellas como ellos.
La soprano tiene una bella voz, opaca y corta en el grave al que Mozart le obliga, y una vibración a veces excesiva, que llega a poner en duda los trinos eventuales de la partitura. La mezzo, poderosa y ancha de voz, mostró mucha fuerza y alguna oscuridad. Cabero estuvo, una vez más, el la línea de tenor especializado en este repertorio. Y de Iñaki Fresán, siento ganas de repetir lo que dije de é en otra versión de esta obra, hace años: que profesionalidad aguantar en la primera fila, hasta que llega el Bendictus, partitura – y buena- en mano, sin traslucir el más leve e inocente signo de aburrimiento. Que mérito. Sentía ganas y lo repito. Pasan los años, oímos otras músicas y se repiten las situaciones.