2015, abuztuak 4

Nómadas y libres

Kritikaria: Luis Gago

Jazzística en julio, clásica en agosto, cinéfila en septiembre.
Jazzaldia, Musika Hamabostaldia,Zinemaldia: en términos musicales, parece casi un tema y variaciones que se suceden al tiempo que, en verano, Donosti va mudando de piel. El arranque de la Quincena Musical, que prolonga su programación hasta
el 30 de agosto, ha sido este año más clásico que nunca: una sesión doble con obras de Haydn, Mozart y Beethoven, la primera Escuela de Viena al completo. En otro gesto que le honra, la Quincena no sólo ha comenzado sin fanfarrias, sino que ha confiado la inauguración a una formación de dimensiones modestas, la Orquesta de Cámara Mahler, una agrupación única, sin sede propia, con instrumentistas procedentes de numerosos países, en gira permanente, infinitamente maleable y extensible a partir de un núcleo inmutable, sin director titular, con la que todos quieren tocar, a
la que todos quieren dirigir e imbuida del espíritu de su fundador, Claudio Abbado. Al frente, otro director cuyos comienzos se desarrollaron también muy cerca del italiano, Manfred Honeck, quizá no muy conocido del gran público, pero un dechado
demusicalidad y coherencia.

Dirigir a la Orquesta de Cámara Mahler parece sencillo, porque tiene el aspecto de ser una maquinaria tan perfecta, tan bien engrasada, en la que todos están tan acostumbrados a interactuar y escucharse unos a otros que una batuta podría
percibirse casi como una intrusión. Visto de espaldas, e incluso de perfil, Honeck recuerda mucho a uno de sus ídolos, Carlos Kleiber, pero no posee su personalidad
arrolladora: de hecho, aunque ha dirigido muy bien las cinco obras que ha traído a Donosti, sus versiones no han llevado ninguna impronta destacable, a excepción quizá de la Misa K. 427 de Mozart, que el austriaco, católico fervoroso, ha dirigido
con una unción e intensidad especial. El problema de la versión fue que los cantantes de la excelente Coral Andra Mari duplicaban en número a los nstrumentistas
de la orquesta, que se vio obligada a forzar las dinámicas y, por consiguiente, a embarullar las texturas, hasta entonces puro cristal.
Mucho mejor fueron las cosas el día anterior con Till Fellner, austriaco como Honeck, sencillo y modesto como él, cuya manera de tocar recuerda mucho a la de su maestro, Alfred Brendel: contenida, sobria, equilibrada, levemente intelectual,
aunque sin ese humor que Brendel —auténtico filósofo en esta materia— sabía introducir en momentos como el rondó final del Concierto para piano nº 1 de Beethoven, la obra que Fellner desgranó con una exquisita naturalidad y equilibrio. Justísimamente aplaudido, tocó fuera de programa la decimocuarta de las Davidsbündlertänze, de Schumann.
La Sinfonía nº 93 de Haydn y la Sinfonía nº 41 de Mozart reforzaron las impecables credenciales clásicas de la orquesta. Algunos guiños historicistas contribuyen
a conformar su sonido diáfano y un punto acre, pero Haydn exige casi mayores dosis
de humor (al igual que sucedió en la Sinfonía Clásica de Prokófiev), mientras que en Mozart hubiera sido deseable respetar la repetición, prescrita enla partitura,
de la segunda sección del último movimiento, ese prodigio contrapuntístico en el que
Mozart compendia todo lo que aprendió de Bach, que fue mucho, al tiempo que lo pasa por el tamiz clásico.
Iniciar la Quincena su andadura con dos programas puramente clásicos no especialmente populares llevaba aparejado un riesgo indudable. La apuesta ha salido mejor que bien y hay que agradecer a la dirección del festival haber abierto el fuego de esta edición —76 ya, la más veterana de las tres variaciones culturales veraniegas donostiarras— dejando acampar a orillas del Urumea a estos músicos sensacionales, deseados por todos pero siempre de paso, que se autocalifican
por ello, y predican con el ejemplo, de nómadas y libres.