La noche del 16 de octubre –o la madrugada del 17, más bien– quedó inaugurado el «IV Ciclo Complutense de Conciertos». La respuesta del público ante esta nueva convocatoria ha rebasado las previsiones más optimistas y casi la totalidad del aforo del Auditorio Nacional de Música está vendido de antemano para los 14 programas. Eso es, sin duda, un triunfo de la organización y la prueba de la aceptación que han tenido las ediciones precedentes.El primer concierto, siguiendo con la tradición de invitar una orquesta española en cada ciclo, corrió a cargo de la Sinfónica de Bilbao. Largo currículum el que insertaba la orquesta en el programa de mano, propio de una formación del más rancio abolengo, pero poco representativo de su estado actual: saliente de una fuerte crisis durante los últimos tiempos de dirección artística de Theo Alcántara y en un momento de reestructuración desde que, el pasado mes de julio, fue nombrado para sustituirle Juanjo Mena. Así nos ha llegado esta orquesta con un director, Mena, de gesto preciso y elegante, pero recién aterrizado y con apenas un mes de trabajo con los músicos. Eso se dejó notar durante todo el concierto y, sobre todo, en el lenguaje cristalino de Juan Crisóstomo Arriaga (1806-1866), cuya «Obertura op. 1» comenzó sonando bien (la introducción lenta enfocada por Mena desde el lado oscuro y dramático de comienzos del XIX), pero siguió con una penosa articulación de las frases rápidas de los violines que hizo pasar a trancas y barrancas la fresca inspiración del clasicismo juvenil de Arriaga.La segunda obra de este primer programa ?por cierto, nada convencional? fueron las «Ocho canciones vascas» de Jesús Arámbarri (1902-1960), histórico director de la Sinfónica de Bilbao en sus mejores tiempos. Anteriores a las «Diez melodías vascas» para orquesta sola de Guridi y claro precedente de éstas, las piezas de Arámbarri muestran una fuerte influencia rusa y, en particular, de ciclos como «El cuarto de los niños» de Modest Musorgski (1839-1881). Como solista, se contó con la mezzosoprano Itxaro Mentxaka a la que conocimos la temporada pasada en la producción de «L’Incoronazione di Poppea» monteverdiana del Teatro de la Zarzuela. Ya nos interesó entonces y ahora hemos podido confirmar su buena técnica, segura afinación y gran musicalidad a la par que sus dotes para el canto de carácter en la última canción “Amak exkordu”. Lástima, sólo, no poder contar con la traducción al castellano de los textos en euskera, tan fundamental en este tipo de repertorio. Discreta la orquesta en el acompañamiento, esta parte funcionó bien. Para completar la integral vasca de la primera parte y condescendiendo quizás con ciertas voces críticas que sonaron en la prensa al principio del pasado ciclo, reclamando una mayor presencia de la música contemporánea, pudimos escuchar la «Sinfonía en Do» de Carmelo Bernaola (1929), obra interesantísima, llena de sonoridades y procedimientos orquestales de gran imaginación y efecto. Pero la pregunta yo creo que debería ser ésta: ¿es esta obra, estrenada hace 25 años, representativa de la música contemporánea? Desde mi punto de vista, en absoluto: esta obra es tan contemporánea como el «Homenaje a la seguidilla» de Moreno Torroba lo era cuando Bernaola escribió su sinfonía, o sea, nada, fruto de otro tiempo y de una estética muy particular que tiene tanto interés histórico como la «Obertura» de Arriaga o el «Homenaje a la seguidilla» de Moreno Torroba y parecida vigencia hoy día. La orquesta disfrutó en la interpretación de esta obra y el compositor, presente en el Auditorio, saludó desde el primer anfiteatro. La segunda parte consistía en una obra poco interpretada del repertorio romántico internacional: la «Sinfonía n. 2» de Mendelssohn, obra monumental en la que la sinfonía es sólo preludio de una gran cantata con tres solistas vocales y coro. Y vaya coro. Después de la renqueante introducción (tres tiempos sinfónicos) de la orquesta, la entrada de la Coral Andra Mari de Rentería, dirigida por José Manuel Tife, fue impresionante, sobrecogedora, apoteósica: “¡Qué todo lo que tenga vida alabe al Señor!”. Qué comando y qué personalidad la de esta formación que hace valer en cada concierto su internacional renombre. A partir de ahí, la Coral Andra Mari tomó las riendas del concierto y lo condujo a un éxito impensable hasta entonces. Hasta la orquesta pareció remontarse un poco y volvió a alcanzar la tónica de discreción perdida en la sinfonía. Entre los solistas, además, sobresalió el tenor mexicano Rogelio Marín, sobradísimo cuya primer aria, simplemente, maravilló. El clímax, con la reiterada pregunta del tenor “¿pasará pronto la noche?”, la respuesta de la soprano Linda Mabbs ?voz hermosa pero desigual? “La noche ya ha pasado” y la siguiente intervención triunfal del coro, fue para mí el momento mágico de este concierto, lo que hizo que definitivamente valiera la pena asistir. La mezzo Mentxaka, apenas tiene papel en esta obra, pero estuvo a la altura. El éxito fue grande y los aplausos de los noctámbulos se vieron premiados con una brillantísima propina: la «Sorgin dantza», danza de brujas con la que termina la «Suite vasca op. 5» de Pablo Sorozábal (1897-1988), inicialmente programada como primera obra del concierto. Pieza de virtuosismo vocal y orquestal, fue un digno fin de fiesta que sirvió para llamar la atención sobre un compositor de quien se conoce básicamente su obra lírica. Y así, en la madrugada de Madrid, la filarmonía complutense, volvió, medio asustada, a sus casas.