Medioa: Mundoclasico
Kritikaria: Joseba Lopezortega
Es francamente elogiable que se decida conmemorar el centenario del fallecimiento de José María Usandizaga con una operación cultural de gran envergadura, como es recuperar una ópera sepultada por el tiempo, revisarla, editarla e interpretarla y grabarla. Es el tipo de tarea que puede esperarse de una orquesta sostenida por un gobierno, caso de la Sinfónica de Euskadi. La cultura puede y debe dejar huella, es obvio que seríamos incultos si la cultura precedente no lo hubiera logrado, y La llama está ahora viva y ya ha visitado cuatro ciudades dentro de la temporada de la orquesta. Lo primero, enhorabuena a la OSE -también quiero mencionar aquí la estupenda web temática que, dedicada al compositor, ha puesto en marcha el Archivo Vasco de la Música, Eresbil-.
Los años han pasado de forma desigual por La llama, compuesta febrilmente por José María Usandizaga en el lecho de muerte y completada por su hermano tras su fallecimiento. Su música es extraordinaria y radicalmente moderna, pero su libreto lastra el desarrollo de la obra de forma determinante. Los actos primero y segundo ofrecen, pese a la seguro que esforzada revisión de Cabrera y Ocón, una literatura débil e inconsistente, de una pasmosa ingenuidad, que ya fue cuestionada en su momento. El tercer acto se endereza algo, pero el tiempo ha aplastado sin remisión el conjunto de los textos. En cambio la música de Usandizaga surge para dimensionar La llama como una obra realmente grande. La partitura es fresca, tiene una magnífica orquestación, y en pasajes como el Interludio del acto tercero alcanza calidades asombrosas que mueven a pensar, como siempre que concurre una muerte tan cruelmente prematura, hasta dónde hubiera podido llegar el compositor de no morir tan joven (28 años).
Sucedió en esta importante cita conmemorativa que la superioridad radical de la música sobre el libreto se multiplicó en manos de Juan José Ocón, responsable de la edición y director musical del programa. La ópera, representada en su estreno póstumo en San Sebastián con setenta y dos profesores en el foso, se ofrecía en esta versión de concierto con una plantilla de catorce primeros, es decir con una orquesta grande, que en manos de Ocón dificultó el trabajo de los cantantes y llegó a minimizar a una Coral Andra Mari realmente maravillosa, implicada con la orquesta en suntuosos y complejos pasajes magníficamente escritos, pero que se escuchaba con serias dificultades pese a su potencia. En otras condiciones, la Coral y José Manuel Tifé se hubieran hecho acreedores de una sonora aclamación, pero los y las coralistas no siempre lograban sobrepasar el imponente muro sonoro levantado por la OSE y Ocón. Lo mismo sucedió con los cantantes. Hicieron todos su papel correctamente, sobresaliendo los dos protagonistas, pero Ocón y ese exceso de aparato orquestal les hicieron flaco favor.
Mikeldi Atxalandabaso fue un Adrián de lujo. Perfectamente dominador, sobreponiéndose a la escasa credibilidad y sustancia de su texto, el tenor bilbaíno cantó con homogeneidad y equilibrio, belleza y cuidada afinación, logrando proyectar su voz por encima de las arremetidas orquestales, componiendo con Puértolas una pareja heróicamente empeñada en transmitir credibilidad a su accidentado, fatídico y fútil enamoramiento. Sabina Puértolas ofreció una Tamar de gran hermosura, pero no siempre se le escuchaba, porque su voz se veía sepultada vez tras vez. Buena parte de su papel lo basó en una capacidad sobresaliente como actriz, transformada en la atormentada Tamar, de modo que su cuerpo y su gesto narraban forzosamente tanto como su voz, que cuando se pudo escuchar se demostró amplia, bien emitida, y de una perspicacia exquisita a la hora de componer su papel. Ella sola parecía construir a su alrededor una escena operística, dejándose arrastrar por la indudable belleza musical de su personaje. Atxalandabaso y Puértolas escucharon mucho más a la orquesta que la orquesta a ellos, sin olvidar ni por un momento que aquello era una ópera en concierto, y no un concierto para gran orquesta, cantantes y coro mixto. Si esa conciencia hubiera alcanzado a todos los intervinientes, esta notable iniciativa hubiera alcanzado cotas artísticas más altas y hubiera servido no sólo como celebración de una efemérides, sino como reivindicación de la plena vigencia y pasmosa modernidad de una obra musicalmente magnífica y de un compositor que fue, y es cien años después de su muerte, renovador y exquisito hasta el asombro. Lástima de textos, tan malheridos por los años.