Medioa: zarzuela.net
Kritikaria: Mario Lerena
Se cumple este año 2015 el centenario de la muerte del joven compositor donostiarra José María Usandizaga, quien, en sólo veintiocho años de existencia, dejó trazada una de las más fulgurantes carreras de la música española. Dos únicos títulos escénicos, Mendi-mendiyan (1910) y Las golondrinas (1914) bastaron para consagrarlo, respectivamente, como la más firme promesa de la ópera vasca y del teatro lírico hispano de su tiempo. Ambas obras podrán escucharse a lo largo de esta temporada en su ciudad natal, dentro de un programa de conmemoraciones en el que distintas instituciones locales han aunado esfuerzos. Con todo, ninguna de estas propuestas podía generar tantas expectativas como la anunciada recuperación de su ópera póstuma La llama; estrenada en el mismo San Sebastián en 1918 y repuesta tan sólo en otras tres ocasiones la última, hace nada menos que ¡sesenta y dos años!
En este sentido, no podemos sino felicitar a los responsables de la Orquesta Sinfónica de Euskadi y, en especial, al director de la iniciativa, Juan José Ocón por su esfuerzo en defender y restaurar un monumento de tan positivo valor simbólico como artístico. Afortunadamente, el proyecto trascenderá los escenarios del circuito habitual de la formación Bilbao, Vitoria y Pamplona, además de su sede donostiarra gracias a una grabación registrada el mismo día del concierto al que asistimos. Aun así, lamentamos que este reestreno no se haya llevado hasta sus últimas consecuencias y no respete la integridad de esta rareza operística, cuyo discurso musical y dramático se nos presenta en esta ocasión interrumpido por cortes de diversa entidad, que entorpecen su disfrute y comprensión. Toda una escena del primer acto y otros varios pasajes e intervenciones quedan mutilados en esta versión de concierto que, pese a su amplia selección de números, no puede saciar por completo la apetencia del verdadero aficionado.
Ciertamente, es La llama una obra grandiosa y desbordante de ambición, que sintetiza lo mejor del genio de su autor al lado de sus pequeñas debilidades, con esa encantadora conjunción de artificio y candor, tan propia del niño prodigio ansioso por deslumbrar. Presintiendo, sin duda, que su pulsión creativa rebasaba con creces su frágil energía vital, el músico se afanó en desplegar una trepidante amalgama de afectos y registros extremos, según explicita el coro al comienzo de la primera escena del Prólogo (… que sea largo, que sea nuevo, que sea triste; de amor, de pena, de risa, de muerte…).
Más aún, diríamos que esta obra encarna, en buena medida, el espíritu y los sueños de toda una era de efímero resplandor: aquella Belle Époque que, precisamente, encontraba entonces uno de sus últimos refugios en la elitista San Sebastián. Huella de ello son el exotismo oriental que rezuma la partitura y las continuas evocaciones alegóricas y simbolistas del libreto, muy del gusto de la época: en un remoto reino caucásico, la zagala Tamar aguarda el reencuentro nocturno con su amado príncipe Adrián, pero una emboscada turca desbarata las ilusiones de la pareja, arrastrándola hacia una espiral destructiva de ardientes pasiones que, como el fuego al que alude el título, consumen los corazones humanos.
Sin salir del entorno cultural vasco de aquellos años, encontramos motivos muy similares en los poemas sinfónicos del bilbaíno Andrés Isasi (muy concretamente en Zharufa y El Oráculo, ambos de 1913); en las pinturas del fauve Francisco Iturrino, (que recorrió Andalucía y el Magreb junto a su amigo Matisse en busca de inspiración), o en los flamígeros arabescos que decoraron muchas fachadas e interiores Art Nouveau. El propio Jesús Guridi, compañero de Usandizaga en la Schola Cantorum de París, exploraría el mismo terreno, con menor fortuna, en su zarzuela La cautiva, de 1931.En el fondo, se trataba del mismo tipo de temáticas y ambientes que, en un tono mucho más desenfadado explotaban otras zarzuelas de moda como La corte de Faraón (1910) o El asombro de Damasco (1918).
En esta ocasión, como en Las golondrinas, Usandizaga contó con la colaboración y sensibilísima complicidad de la dramaturga riojana María Lejárraga, oculta siempre bajo la firma de su marido, Gregorio Martínez Sierra. Su labor consistió aquí en trabar una cadena de sugerentes cuadros de fantasía, donde lo trágico y lo trivial se dan la mano para mayor lucimiento del compositor, tal y como puede apreciarse en el delicioso coro de odaliscas (¿o doncellas-flor?) que, en el tercer acto, antecede al fatal desenlace.
En efecto, Lejárraga dispuso la trama argumental en forma de fabuloso metarrelato al estilo de Las mil y una noches, primando la espectacularidad épica, coreográfica y visual sobre la anécdota narrativa. Probablemente, intuía que el ciclo creador del género operístico entendido como melodrama sentimental de corte verista tenía los días contados; algo que el propio Puccini, tan admirado por Usandizaga, parece haber comprendido en el último giro de su carrera con Turandot (otro cuento oriental inacabado…). Aunque en pocas ocasiones se haya reconocido sin reparos el talento de la autora como libretista, y pese a los indisimulados lugares comunes que frecuenta, el resultado es un texto fino, hondamente expresivo y lleno de aciertos teatrales, como rara vez suele disfrutarse en repertorios músico-teatrales.
Por supuesto, las historias de cautiverio islámico tenían una larga tradición en la literatura europea, con manifestaciones en el teatro lírico bufo tan conocidas como El rapto del serrallo y La italiana en Argel. Un siglo antes que Usandizaga, otro vasco afrancesado, Juan Crisóstomo Arriaga, había tratado un argumento de ese tipo en su malograda ópera cómica Los esclavos felices. En realidad, el choque entre culturas antagónicas polarizadas convencionalmente en conflictos entre Oriente y Occidente y entre feminidad y masculinidad es un tema universal desde La Ilíada a Parsifal, que aún hoy se nos presenta con dolorosa actualidad en cotidianas crónicas periodísticas. Curiosamente, también la tradición vasco-francesa de las pastorales suletinas articula su dramaturgia en torno a una oposición maniquea entre cristianos y turcos (türkak).
Estos arquetipos fueron enriquecidos por Lejárraga con otros tópicos y elementos personales recurrentes en su particular mundo poético no olvidemos que el mismo año de 1915 escribió la Canción del fuego fatuo para El amor brujo, de Falla, y comenzó a pergeñar la ópera Jardín de Oriente junto a Joaquín Turina. Especialmente llamativo, por atípico y estremecedor, es el retrato de las dos protagonistas femeninas enfrentadas; donde la chica buena resulta ser mucho más ambigua de lo esperado, mientras que la mujer fatal fascina por la autenticidad y potencia de su obsesión amorosa.
No extraña que, en su momento, la crítica reconociese sin titubeos el parentesco de esta producción con la estética de los Ballets Russes de Diaghilev (que acababan de presentarse en nuestro país, y a quienes tanto los Martínez Sierra como Usandizaga seguían la pista desde sus años parisinos). No en vano, el nombre de la protagonista de La llama, Tamar, coincide con el del poema Tamara, de Balakirev, que la compañía rusa había coreografiado en 1912. En la música de Usandizaga, estas reminiscencias ya se habían hecho evidentes en la fantasía-danza Hassan y Melihah (1912) que Margarita Nelken llegó a comparar con el Petrouchka de Stravinsky y resultan casi omnipresentes en la partitura de esta obra póstuma. Por citar sólo un ejemplo, es imposible no acordarse de las danzas de El Príncipe Igor en el apoteósico final del acto segundo.
Junto a esta influencia ruso-oriental, se detectan también ligeras pinceladas impresionistas (el atardecer en el jardín del Sultán es digno del Ravel de Daphnis et Chloé) y, sobre todo, recargadas sonoridades straussianas, en un complejo tejido de líneas y efectos instrumentales. De hecho, el guiño a la obra de Richard Strauss asoma también en la culminación del libreto, cuando la odalisca Aisa, cual Salomé reinventada, abraza el cuerpo del amado ingrato, a quien ella misma ha asesinado.
En definitiva, los autores trataron de impresionar al espectador con un sofisticado y ecléctico compendio de lo que entonces solía definirse, no sin cierta ambigüedad y escepticismo, como modernismo. Previsiblemente, este espíritu cosmopolita suscitó los recelos y hasta la indignación de voces nacionalistas de aquí y de acá, siempre atentas a sus inquietudes identitarias. Quizá por ello, muchos comentarios se ocuparon en recalcar la inspiración vasca de diversos pasajes de la partitura; en especial, los que caracterizan a los personajes supuestamente cristianos (como el hermoso tema de Tamar, Noche misteriosa, de inconfundible aunque impreciso sabor popular).
Advert – La voz de su amo (1918)Por otro lado, la obra tampoco satisfaría a los defensores de una vanguardia más inconformista e iconoclasta, ya que ¡felizmente! ni por un instante María y Joshemari parecen dispuestos a renunciar en modo alguno al disfrute de su público o al suyo propio. De hecho, es perceptible un acercamiento (un tanto sublimado, pero, sin duda, consciente) a la mejor tradición de la gran zarzuela romántica, con una claridad y amplitud de líneas melódicas que Usandizaga raramente había alcanzado con anterioridad. Así, si la introducción orquestal al primer acto tiene trazas de zambra arábigo-andaluza, a la manera de un Turina, el dúo de amor del acto tercero puede compararse, por su lirismo, al de Salud y Paco en La vida breve, que Manuel de Falla había presentado el año anterior en Madrid, así como a algunas páginas posteriores de su paisano y rendido admirador Pablo Sorozábal, buen conocedor de esta partitura.
Con todo lo dicho, se comprende la dificultad de hacer justicia a La llama prescindiendo por completo de su aparato escénico, al tratarse de una obra que, con razón, fue descrita en su día como un mosaico donde parece haberse pretendido reunir lo más efectista y deslumbrador de cada campo artístico. En esta ocasión, no hubo prácticamente ninguna concesión al respecto por parte de los intérpretes, que cumplieron su cometido respetando con total formalidad el rígido protocolo de la sala de conciertos. Esta circunstancia, sumada al mencionado carácter fragmentario de la reposición, nos hizo temer por momentos que asistiríamos a un frío muestrario, como en vitrina, de las gemas desencajadas de un collar bello pero arruinado. Sin embargo, el hielo inicial se fue derritiendo gracias a la brillantez de la partitura y de un magnífico elenco que reivindicó con los hechos la excepcional calidad de la cantera autóctona.
Especialmente destacable fue la solidez sin fisuras del reparto masculino. Resultaron imponentes en todo su registro las voces graves del robusto bajo Damián del Castillo, como Sultán, y del barítono Fernando Latorre, más flexible en su doble papel del Oráculo y la Muerte. El tenor Mikeldi Atxalabandobaso ofreció un ejemplar príncipe Adrián y alcanzó el clímax de toda la velada en su aria del tercer acto (La noche nos prometía las delicias del amor), resuelta con claridad tímbrica y buen gusto impecables.
A su lado, la soprano Sabina Puértolas desplegó sus tablas y buen hacer para insuflar vida a una sensual Tamar, en un excelentemente coloreado ejercicio de caracterización vocal y actoral, muy notable en su canto de seducción del segundo acto (La tierra donde he nacido es paraíso de amor). Miren Maruri, por su parte, hizo justicia al impactante rol de Aisa con su voz de mezzo cálida y bien proyectada.
Como Narradora, la joven Miren Urbieta se enfrentó al reto de encandilar el ambiente al inicio del Prólogo, haciendo alarde de su hermosa voz en agudos de auténtico virtuosismo. Fue, sin duda, la primera grata sorpresa de este recital, y sólo cabe lamentar los cortes impuestos a su intervención, ya de por sí fugaz. Menor relieve tuvieron las actuaciones de Elena Barbé, que cumplió con dignidad como Espíritu del Agua sin brillar en las agilidades y coloraturas que exige la partitura; así como, inevitablemente, Xabier Anduaga, cuyo papel de Carcelero quedó reducido en esta versión al de mero partichino.
Junto a estos solistas, la veterana y siempre meritoria Coral Andra Mari de Rentería con su director José Manuel Tife entre sus filas aportó empaque y rotundidad a unas intervenciones de gran responsabilidad y efectismo, donde el coro femenino supo sacar el mejor partido a sus momentos de lucimiento. La Orquesta Sinfónica de Euskadi, dirigida con mano firme por el maestro Ocón, sonó entretanto empastada y correcta, aunque con volumen excesivo, poco atenta a los requisitos de las voces y, en general, escasamente delicada con la riqueza de timbres y planos sonoros puestos en juego por Usandizaga, que, precisamente, confió a las partes instrumentales buena parte del peso de su ópera.
Más allá de estas consideraciones críticas, el original genio del compositor se impuso de manera abrumadora al final de la obra, cuyo último cuadro simplemente corta el aliento con su intensidad dramática y febril patetismo. Es la prueba definitiva de que el empeño ha valido la pena y de que el singular fuego de esta Llama aún es capaz de prenderse en las almas del público actual. La audiencia, al menos, abarrotó la gran sala del Kursaal donostiarra (por segundo día consecutivo) para aplaudir con respeto y emoción un evento a todas luces memorable.
¡Ay! de quien prendió la llama
con chispas de ilusión;
¡ay! de quien prendió la antorcha
y del viento se olvidó …