Medioa: EL DIARIO VASCO
Kritikaria: EMECE
La temperatura de la tarde-noche no era como para uno estuviera ajeno a preocupaciones de abrigo. Puede que semejante situación fuere la causante de bastantes localidades vacías. El forzado cruce del Urumea, en tránsito pedestre, se las traía. Sin embargo, ya en la caja grande de nuestro Kursaal la temperatura se sintió en mayor agrado y no digamos el calor emotivo en el que se vivió y gozó, durante los ochenta y dos minutos y diecisiete segundos (contados, y con diez minutos de retraso sobre el horario anunciado), la grandeza del Stabat Mater del checo Dvorák.
Al precitado gozo se llegó a través de y merced al estupendo trabajo realizado por la Coral Andra Mari -cada vez más cuajada en hermosas voces-, donde cada día es más apreciable la seria y permanente labor que se hace, desde dentro, en esta agrupación coral, a la que le falta impulso de imagen y de promoción que otras tienen sin, últimamente, tal vez, la adecuada correspondencia en la calidad.
El coro mostró siempre un color sólido, tanto en las afinaciones sin quebraduras,como en las intensidades (precioso y equilibrado el piano inicial de los tenores), y en el empaste de las cuerdas (el de la clave en fa sigue siendo de referencia). Otro momento de relieve y a destacar, entre los muchos que tuvo, fue el delicioso Eja, Mater, fons amori (tercera sección, de las diez en que está estructurada la obra).
También factor importante del éxito del concierto estuvo en la batuta del rumano Cristian Mandeal (la bicefalia elegante de la Orquesta Sinfónica de Euskadi), que realizó una versión muy romántica, cuajada de dulzura no exenta de tensión pasional, dando un especial protagonismo a los registros graves (realzando modulaciones muy buenas), llevando los tiempos sin brusquedades rítmicas, con frescura, concertando bien a sus maestros con el coro y dejando que las cuatro voces solistas pudieran trabajar sin apreturas.
La Sinfónica de Euskadi fue un todo orgánico muy disciplinado, con una entrega destacable (no siempre así valorada). El viento-metal estuvo siempre acertado en sutilezas sonoras y la cuerda grave rotundamente emotiva. A destacar el equilibrio de los planos sonoros. Hubo un buen feeling.
Dvorák escribe para las cuatro voces solistas participaciones un tanto secundarias, a modo de exposición de sentimientos puntuales, no exentos de intensidad, dado que el grueso de la la emotividad temática y melódica se la concede al coro.
La soprano Aghova, de coloratura spinto, mostró un timbre bien bruñido; la mezzo Oprisanu presentó siempre el robusto peso de su bronceada voz; el tenor Vacik, de bonito color, como se apreció en Fac me vere tecum flere, aprieta indebidamente en la emisión lo que le resta brillo; el bajo Plech tiene problemas en la técnica de la emisión, con toscas opacidades.